Babi y Yo Cap 3.

«Ho dormito lì, tra i capelli suoi…» («He dormido allí, entre sus cabellos…).
¿Por qué mi memoria, de entre tantos recuerdos, ha escogido precisamente este
día? ¿Fue quizá el más bonito? ¿Babi me dijo algo que podría haberme hecho
intuir cómo irían las cosas entre nosotros? ¿O simplemente se trata de la belleza
de un día especial?
Después de tomarnos el capuchino, vamos a la tienda del área de servicio.
Compramos unas espirales de regaliz, que siempre le han gustado mucho, un
poco de agua y unas Tuc, que nos gustan a los dos, y también una Coca-Cola Light
para ella y una cerveza para mí. También pedimos que nos den una bolsa con
hielo. Mientras hacemos la compra canturrea la canción de Lucio, «In un grande
magazzino una volta al mese…» («En unos grandes almacenes una vez al mes»), y
se pega a mí, enamorada como nunca, y después me estrecha con fuerza. En este
momento me gustaría que no hubiera nadie. Me gustaría cogerla, hacerla bailar y
besarla. Daría cualquier cosa por no estar aquí, por hacer que estos estantes
desaparecieran y dejaran su lugar a una puesta de sol, una cualquiera…
Luego, de repente, Babi se aparta del carrito como si una gran intuición hubiera
tomado forma.
—Te quiero tanto que ya no podría soportar que me engañaras…
—¿Cómo que «ya no»? ¿Acaso antes sí habría sido posible?
—Si me engañas significa que quieres hacerlo, que eres feliz así. ¿Cómo puedo
negarte que seas feliz?
—No está mal ese concepto, no lo había pensado. Pues yo, en cambio, te prefiero
feliz pero mía. Y sólo mía.
Se echa a reír.
—Ahora es así también para mí.
—No te engañaría nunca.
—Bien. —Me abraza de nuevo—. No lo hagas porque no nos salvaría.
No nos salvaría. Como una cosa única. Nos ama tanto que nos ve así, pero ¿nos
ama tanto que no puede imaginar el perdón?
Entonces casi parece oír mis pensamientos.
—O sea, a lo mejor te perdonaría. Seguiría contigo, haría el amor contigo, pero ya
no sería como antes, algo se habría roto inevitablemente, mientras que ahora es
perfecto.
Y permanezco en silencio mientras vamos hacia la moto. Ahora hay algo perfecto.
Es cierto, la perfección del amor. Cuando no hay comparación, no hay
confrontación, ni siquiera existe la idea de otra. Está ella y basta. Y nada más. Y ni
siquiera te da miedo.
Pongo las cosas en la maleta, coloco bien la Coca-Cola y la cerveza en la bolsa del
hielo al fondo, luego dejo la cazadora encima y pongo las Tuc y la bolsita con el
regaliz. Cierro la maleta y nos vamos.
Voy hacia el mar. Llevo las gafas de sol oscuras, la brisa me acaricia la piel, hace
calor, no corro mucho y ella me abraza. Hay pocos coches, ninguno va hacia
Fregene fuera de temporada, y así es perfecto. Mientras voy avanzando me entran
ganas de reír, me acuerdo de cuando nos conocimos la primera vez después de
habernos visto por la calle. Aquella noche, en la fiesta de la Cassia donde nos
colamos todos, Pollo, Hook, el Siciliano.

La primera vez que nos vimos nos peleamos. ¿Quién iba a imaginarse que
después las cosas serían así? Y, en cualquier caso, la mente funciona de forma realmente extraña, evoca de las maneras más diversas algunos momentos del
pasado, y lo más absurdo de todo es que los escoge al azar, sin ninguna razón o
mérito. La mente hurga en el pasado, sin embargo, no es que se imagine mucho
lo que podría ocurrir en el futuro. Así es, la verdad es que no soñamos suficiente.
La miro reflejada en el retrovisor. Guapa. Silenciosa. Encuentro sus ojos. Sonríe
pero está impasible. Quién sabe en qué está pensando realmente. Me gustaría
entrar en esa cabeza de vez en cuando, ver sus pensamientos, qué recuerda, con
quién se encuentra, sobre qué fantasea, con quién. ¿Estaría celoso? Tal vez sí.
Pero ¿de dónde nacen nuestros celos? No sé darme una explicación, los siento y
ya está, y si un día ella ya no fuera mía, me harían morir.
Y así seguimos avanzando ligeros hacia el mar. Babi me coloca los auriculares bajo
el casco y consigue encontrar mi oreja. Ahora la veo sonreír por el retrovisor más
divertida. Está escuchando nuestra canción. Entorna los ojos y veo que se
balancea siguiendo el ritmo, pegada a mí. Qué satisfecho te sientes simplemente
teniendo a una persona pegada a tu espalda, sabiendo que en ese momento ella
es totalmente tuya, que su tiempo te pertenece, que por ahora está contigo, sin
ningún límite. Quizá sea una tontería, pero es así.

Qué estado de plenitud al sentir
simplemente a una persona
apoyada en tu hombro,
sabiendo que en este momento
ella es completamente tuya,
que su tiempo te pertenece, que
por ahora está contigo, sin
ningún límite. Quizá sea una
tontería, pero es así.

Cómo ha cambiado nuestra vida desde que nos conocimos. Aquella vez que vino
a la Serra y se vio obligada a correr en la moto de un tío montada al revés, en
aquella carrera absurda de las Camomilas, con la rueda de delante levantada
hacia las estrellas, intentando llegar así a la meta. Allí me impresionó. Allí conocí
su carácter, su fuerza, su determinación, la belleza de una mujer que se enfrenta a
ti con inteligencia, no sólo para demostrar algo y reafirmarse. Y cuando se peleó a
golpes con Madda, ella, que no toleraba la violencia. Tuve que detenerla porque
la estaba machacando. Babi la matona.

La miro reflejada en el retrovisor con el sol de la mañana acariciándole la piel, con
los ojos entornados, su aire tranquilo, sereno, apacible. Una mujer que parece vivir sólo de amabilidad, de modales corteses… ¿Qué repentina química podría
desembocar en un rostro contraído, rabioso, de maldad, resentido con el mundo?
¿El sentirse decepcionada? ¿La estupidez de los hombres? ¿La sabionda de su
madre? ¿La que sabe lo que es mejor y lo que no para su hija? Babi…, ¿serías tan
tonta para perderte detrás de esas provocaciones? ¿Te dejarías engatusar por
esos argumentos? ¿Escogerías para ti un proyecto acabado? ¿Una casilla donde
colocarte? ¿No te dejas llevar por el viento, por nuestro viento?
Y esos pensamientos se van perdiendo al no encontrar respuesta. Silencio.
Continuamos el trayecto. El ruido del motor de la moto nos acompaña, casi
acunándonos en este estado suspendido, mientras nos alejamos de la ciudad.
Ahora el mar está frente a nosotros.
—¡Ya hemos llegado!
Nos detenemos delante del pueblecito de pescadores. Casi puedo sentir cómo
se despierta, mis pensamientos no la han importunado en absoluto. Abro la
maleta, cojo las cosas que hemos comprado y caminamos cogidos de la mano por
la playa. No hay nadie…
(Me viene a la cabeza la primera vez que fuimos juntos a la playa. Habíamos
salido muy temprano de casa, Babi faltó a la escuela a escondidas…)
El mar está en calma, una ligera brisa agita apenas una bandera roja abandonada
en un viejo patín. Nos sentamos detrás de un cañizal que separa el pueblecito de pescadores de quién sabe qué otra urbanización. La luz reflejada en el mar es
intensa. Le paso las gafas de sol, ella me sonríe y se las pone. Permanecemos
callados. Ahora, más reconfortados. Busca la lata, la encuentra, luego oigo que la
anilla golpea de vez en cuando sobre la Coca-Cola, en un vano intento por abrirla.
—¿Puedo? —Me la pasa, meto el pulgar en el borde de la anilla y consigo
levantarla—. Ya está, toma.
Babi me sonríe y empieza a beber. Con los dientes, también consigo hacer saltar
el tapón de mi Corona y le doy un largo trago, sosteniendo la botella hacia el cielo
y perdiéndome en el sol que ahora calienta más. Cuando la bajo, la veo delante
de mí, sonríe, toma otro sorbo de su Coca-Cola y, mientras bebe, me mira
maliciosa, paladeándola divertida. Luego nos quedamos mirándonos un largo rato
y ella reconoce en mi mirada todo ese deseo. Entonces sacude la cabeza.
—Olvídalo…, estoy en huelga.
Y se aleja divertida. Va hacia la orilla, no se vuelve, camina tranquila, sin
contonearse mucho, sabiendo que la estoy mirando y que no le hace falta.
Qué cosas me gustan de ti.
Me gusta cómo ríes. Me gusta porque a veces pareces mi mejor amiga. Me gusta
porque eres como Pollo, te ríes como se ríe él, realmente de corazón, perdiendo
el norte. Porque reír es como bailar, no puedes hacerlo controlándote, lo haces y
basta.
Me acuerdo de una vez que te hice cosquillas, te tocaba incluso las tetas y tú te
reías como una loca, me dejabas hacer y no había malicia, era divertido sin más.
Sí, eso me gusta de ti. Al igual que me gustan tus carcajadas, me gustan tus
silencios. Me gusta cuando hacemos el amor y me pierdo en tus ojos, me gusta
cuando los cierras y luego, cuando vuelves a abrirlos, me asalta la sorpresa. Y no
por lo que haya podido suceder mientras tanto o por esperar encontrar algo
diferente, no, azules son y azules continúan siendo. Pero cuando los abres es
como si en esa mirada y en ese silencio tuyo yo encontrase un mundo. Están
tristes, están alegres, están soñadores, están emocionados, están felices por
tenerme dentro de ti. Eso es lo que veo, y muchas otras cosas. A veces los veo
interrogantes, como si quisieran saber algo de mí, pero yo no tengo nada que
contarte aparte de lo que ya sabes. A veces los veo inquisitivos, como si buscaran
en los míos la posible existencia de otra mujer, cuando tú sabes que no tengo
ojos más que para ti. Y corazón. Y mente. Y sexo. Tu dulzura consigue excitarme
hasta convertirse en un acicate. La blancura de uno de tus conjuntos de ropa
interior consigue tener tal candor y, un instante después, al entrever ese
anochecer entre tus piernas, al separar apenas un poco tus braguitas, todo asume
otra luz, otro sabor… Te siento más adulta, terriblemente mujer, y hasta tus besos
se vuelven más ardientes y pasionales. Cuando te acaricio y sin poder creérmelo
siento que enseguida te pierdes, hace que sienta que eres mía. Mía. Sólo mía. Y
no sé qué dedo de Dios pulsa mi mente para que todo esto suceda, sólo sé que
cuando empiezo a vivirte es como si el mundo de mi alrededor se apagara y, en el
mismo instante, se enciende dentro de mí una luz única, incluso difícil de
describir. Y tu rostro cambia, se tiñe de emoción, tus ojos se vuelven brillantes,
tus labios más delicados, es como si se transformaran. Pintada de amor. Eso es, sí,
así te veo, y la serenidad, la felicidad que transmites me impresiona de una
manera única y, por mucho que quiera detener ese instante, recordarlo, fotografiarlo en mi mente, nunca me es posible. Es tan grande su belleza que,
cuando sucede, aunque sólo haya pasado un día, consigue sorprenderme. No sé
si es realmente distinto cada vez, pero es increíblemente bello, único, como cada
puesta de sol, que por los motivos más diversos no se parece nunca a la anterior.
Babi, has entrado en mi vida y la has cambiado.
Ahora la veo caminar, se quita los zapatos, luego unos cómicos calcetines cortos y
se queda descalza sobre la arena.
—¡Está fría! —grita desde lejos riendo, y después se acerca a la orilla, avanza
cada vez más hasta mojarse los pies—. ¡Y el agua está helada!
Sonrío mientras le doy el último sorbo a mi cerveza, a continuación la dejo en un
escalón y sigo mirándola. Babi se agacha de vez en cuando, recoge algo, lo mira,
lo limpia, sopla encima y lo mete en mi gorra, que lleva en la otra mano.
—¡Eh, me la has birlado!
De modo que me reúno con ella y miro dentro con curiosidad. Hay pequeñas
conchas, unas claras, otras rojizas.
—Mira ésta qué bonita —dice, y atrapa una mucho más oscura que las demás—.
La concha negra…
—Qué bonita…, la más diferente, se distingue entre todas, igual que tú.
Y la atraigo hacia mí, la beso, y sabe a sol y a mar y a alguna crema que lleva en la
piel. Sabe a cítricos y a un perfume delicado que apenas se nota, y me pierdo en
ese beso, en sus labios suaves, en ese sol que nos acaricia. Le toco la espalda y
luego más abajo, el borde de los vaqueros y, todavía más abajo, entro
dulcemente dentro, siento el elástico de sus braguitas, los músculos de la parte
baja de la espalda, ese pliegue entre sus nalgas, tan juntas, tan firmes, tan lisas,
tan mías. Tú eres mía, Babi. Serás siempre y sólo mía. Y la estrecho con fuerza
para no dejarla ir y la empujo hacia mí, y me excito y ella se mueve contra mí, se
frota lentamente y me toca la cadera con la mano por debajo de la camiseta.
Sonríe en su último beso. Luego se aparta de mí, me coge de la mano y me lleva
un poco más allá, donde empiezan las casetas. En cuanto doblamos la esquina,
comienza a desnudarme, me suelta el cinturón, me desabrocha el pantalón. Y yo
la miro curioso.
—Babi, Babi…
Casi no parece ella, es como si no me oyera. Sigue desnudándome, desabrocha
los últimos botones, mete la mano en mi bóxer y me coge, me abraza y me
susurra al oído:
—Eres mío…, es mío.
Y aprieta un poco más fuerte y me muerde los labios, y ríe y sonríe y me parece
más adulta que nunca, mayor, más mujer, y me empuja con la mano sobre el
pecho, me hace sentar en los escalones de la caseta y casi no me da tiempo a
sujetarme en la empalizada que hay al lado para frenar un poco mi caída. Y ella se
ríe.
—¡Patoso! —dice, y se quita el pantalón. E, inmediatamente después, las
braguitas, y se sienta con rapidez sobre mí ayudándose con la mano a llevarme
dentro de ella.
Y me abraza y me besa, se mueve arriba y abajo, y yo con una mano me sostengo
todavía a la empalizada y con la otra me apoyo en el escalón que hay junto a mí.
Resbalo sobre un poco de arena, pero enseguida consigo aferrarme de nuevo y
me mantengo quieto mientras Babi se mueve encima de mí. Lleva la cabeza hacia
atrás y empuja sobre mí con la pelvis, fuerte, más fuerte, manteniéndose erguida
sobre las piernas dobladas, blancas, frescas, con una ligera carne de gallina.
Aparto la mano del escalón y la toco, luego con ambas manos le abrazo las
caderas, las aprieto, la guío encima de mí, arriba y abajo, hasta que al final ella se
dobla y casi susurrándolo en mi oído me dice: «Oh… Yo… Me abandono», y es un
estremecimiento, un placer inmenso, y durante un momento se mueve todavía
deprisa hasta el final, todavía más, para gozar de mí. Y su rostro casi cambia de
expresión, con los ojos entornados y sus labios apenas abiertos, más tranquila,
más abandonada, preciosa. Y sigue hablándome al oído: «Me haces disfrutar
tanto», y me lo dice suspirando y me excita muchísimo, se mueve todavía encima
de mí y apenas me da tiempo a salir de debajo y apartarla a un lado cuando yo
también llego al orgasmo, sobre la arena, un poco más allá.
—¡Eh! —Babi se levanta preocupada—. ¿Has ido con cuidado?
—Con mucho cuidado.
Se echa a reír, pero sacude la cabeza mientras se pone las braguitas.
—De todos modos deberíamos usar un preservativo…, y además no tendrías que
esperar tanto, estás loco.
—¿Yo? Pero si eres tú, que me excitas a tope con esas frases porno.
—Pero ¿qué dices? ¡No he dicho nada!
Y nos vestimos riendo y apenas nos da tiempo a abrocharnos los pantalones y a
darnos un último beso cuando por detrás de una caseta aparece un pequeño
perrito. Ladra, da saltitos nervioso, gira sobre sí mismo, parece uno de esos
perros de juguete que se les regala a los niños y que les dan miedo.
—Y ahora, ¿esto qué es? —pregunto curioso y ligeramente asqueado.
—¡Fuffi! ¡Fuffi! ¿Dónde te has metido? —Un segundo después aparece la
propietaria, una señora mayor vestida de claro, con el pelo recogido en un moño
perfecto. Nos ve y se queda ligeramente cortada—. ¡Oh, perdonad, se me ha
escapado! —Y, a continuación, nos sonríe con ternura y suelta un comentario
robado a quién sabe qué recuerdo de antigua nostalgia de juventud—: Qué
guapos sois…
Y se aleja sin decir nada más, seguida por ese pequeño perro que, tal vez,
habiendo captado el momento, ya no ladra para no estropearlo. Y me pregunto si
hubieran aparecido unos minutos antes, ¿qué habría dicho esa señora mayor,
cómo habría reaccionado frente a ese sexo lleno de amor y de pasión, qué otro
recuerdo le habría despertado? Y, si no le hubiera dado un ataque, ¿habría
sonreído del mismo modo por nuestra plena felicidad?
Babi se toca la frente.
—Imagínate que llega a venir antes…
—Estaba pensando lo mismo. ¡O le da un patatús o disfruta de la escena!
—¡Qué cerdo eres!
—Si lo decía en el buen sentido. Se nota que está de nuestra parte…
—¿De nuestra parte?, ¿de quién?
—De la nuestra…, del amor.
Me da un empujón y se echa a reír.
—Estás completamente loco. Si esa mujer nos llega a pillar tal como estábamos,
le da un síncope. Tenías que correr por primera vez en moto como un loco con la
tía atada detrás para intentar salvarle la vida, en vez de para ir a pegar a alguien.
La abrazo y la estrecho con fuerza a mí.
—Pérfida… —y la beso, pero ella me muerde.
—¡Ay!
—Pues sí, y también soy muy mala. Contigo siempre he sido muy blanda.
Búscame un clavo o algo con punta…
—¿Qué quieres hacer? Hoy eres violencia pura.
—Mucho más. Tráemelo rápido, si no, vas a acabar mal.
—¡Enseguida, señora!
Voy a la moto corriendo y rebusco entre las herramientas que hay debajo del
asiento. Encuentro un pequeño destornillador de estrella y regreso rápidamente
con ella, fingiendo que soy Alberto Sordi haciendo de todo por complacerla.
—Ta-ta-taaaaaa… Aquí está.
Le doy el destornillador.
—¿Algo más, señora?
—Sí, siéntate aquí a mi lado y sujétame esto —y me da la gorra con las conchas
que ha recogido—. Ve pasándomelas…
Y yo, naturalmente, obedezco
—Claro, señora, enseguida, señora. Ta-ta-taaaaaa…
Me da un empujón con el codo.
—¡Ya vale, si sigues así no volveré a hacer el amor contigo! ¡Me molesta que
hagas esa estúpida musiquita!
—¡Pero si es la música del gran Sordi, irónica, provocadora, divertida!
—Sí, pero te pido una tontería y así parece que me estés haciendo un favor
enorme. Soy exigente, eso ya lo sabías desde el principio.
Abro los brazos.
—Es verdad…
Me mira fingiendo estar enfadada y luego, casi como si fuera una amenaza,
agujerea la primera concha con un movimiento rápido, limpio, haciéndole un
pequeño orificio en la parte superior más redonda. Seguidamente, coge un
cordón de cuero que saca de un bolsillo y la ensarta.
—Es el cordón del bolso que se rompió —dice casi justificándose.
Después hace un nudo antes y otro después de la concha, de manera que quede
trabada en ese pequeño juego que la ha dejado prisionera y suspendida como
una extraña funámbula estriada que se lleva consigo quién sabe qué antiguas
visiones marinas.
—¡Aquí tiene otra, señora! Ta-ta-ta… —Y rápidamente me golpea de nuevo.
—¡Te he dicho que no lo hagas!
—¡Pero si es otra, no es la misma música!
Y, poniendo las manos hacia adelante, sigo canturreando.
—Tam-tam-ta-tam…
Esta vez es la marcha nupcial. Babi pone unos ojos como platos y empieza a
golpearme aún más fuerte, dándome puñetazos en los hombros.
—¡Ay, venga, era una broma!
—¡Pues por eso, no se bromea con las cosas serias!
—¡Es que no te parece bien nada! ¿Dónde lo pone? ¿Acaso haces tú las reglas?
¡Precisamente porque son serias, a mí me parece que se puede bromear con
ellas!
—No, porque es una falta de respeto.
Y sigue pegándome y, al final, consigo detenerla, abrazándola. La estrecho, la
atraigo hacia mí. Está prisionera. Intenta zafarse.
—¿Y bien? —le sonrío—. ¿Quieres casarte conmigo?
De repente, se pone seria.
—¿Dónde está el anillo? No es una propuesta si no hay anillo. De modo que la
respuesta es no.
E intenta desasirse sacudiéndose, tratando de liberarse de mi abrazo, probando
incluso a darme un cabezazo. Me aparto justo a tiempo.
—¡Eh! ¿Estás loca?
—A mí no me das miedo como a todos los demás, ¿sabes? ¿Qué te crees?
Y me mira con chulería y me parece todavía más hermosa. Su piel es suave,
desprende un perfume salvaje, sabe a sal marina, a su crema, a ese sol que la ha
besado hasta ahora.
—Te quiero…
Y se deja besar en el cuello, se dobla hacia un lado, hace que mi cara se hunda
entre sus cabellos. Y, todavía prisionera, me excita más. Le susurro al oído:
—Eres demasiado violenta… Me gustaría atarte.
—Sí, así, si vuelve a pasar esa señora, le da un ataque de verdad. Pensará que me
estás violando. —Y empieza a desabrocharme el cinturón, y me mira con los ojos
bajos y un aire malicioso—. En cambio, quiero violarte yo…
Y nos perdemos así, en aquellos peldaños, en aquella arena, desnudándonos
sólo de lo necesario para sentirnos el uno dentro del otro. Se mueve sobre mí
vigilando a derecha e izquierda que no venga nadie. Después acelera cerrando
los ojos, dejándose acunar por esa brisa ligera que sabe a mar y a nosotros… Y es
bellísimo, el rumor de las olas lejanas, el silencio que nos rodea, mirarla a los ojos
y respirarla, vivir de ella. Luego Babi, como si cayera, casi como si perdiera el
sentido, se deja ir sobre mí y me susurra suave: «Termino…».
Y me muevo un poco más para verla morderse el labio inferior, gozar de nosotros,
de este momento, unidos, así, de este instante perfectamente bello, envidiable
por lo difícil que es de imaginar.
Babi se mueve más deprisa cuando salgo de debajo de ella.
—Yo también termino…
Y se adueña de mí con la mano para no perderse nada de mi placer, perfecta, en
el momento justo, con dulzura, con ímpetu. Y me besa con pasión. Nuestras bocas
entreabiertas dejan pasar un poco de esa brisa…
A continuación, todavía aturdidos de placer, nos confesamos:
—Te amo…
—Yo también.
Sin ningún temor, sin ningún pudor, en la plenitud de lo que sentimos.
Nos vestimos en silencio. Se sacude un poco la arena de la camisa blanca, que se
mete por dentro de los vaqueros, luego se los sube moviendo un poco las
caderas, le están estrechos, le quedan bien. Ladea la cabeza dejando caer el pelo
hacia adelante y, cuando la levanta, como por arte de magia, tiene una pinza entre
los dientes y, con la mano derecha, intenta abrirla. Me sonríe. Dios, cómo ha
crecido, cómo se ha hecho mujer, qué guapa es. Me viene a la memoria ese día:
Babi con un vestido de noche… Yo le cojo la mano y le pido que bailemos juntos.
Estamos en el centro de la sala y quiero que todos puedan ver su belleza…
Y ahora quiero decírselo.
—Dios, qué guapa eres.
Y ella entorna los ojos y frunce un poco la boca como diciendo «Pero ¿qué
dices?», y luego asiente.
—Sí, sí, cómo no…
Y justo en ese momento vemos pasar desde lejos a la mujer mayor con su perro y
su don de la oportunidad perfecto. Nos echamos a reír. Luego nos sentamos y, en
silencio, acabamos la pulsera de conchas. La mira, sonríe, está satisfecha, ha
quedado bien.
—Toma, es para ti, te la regalo. ¿Te gusta?
—Muchísimo.
Pero decidimos dejarla allí, que resista el paso del tiempo, que rubrique esta
jornada de amor, de mar, de pasión y, ¿por qué no?, de sexo. Y, cuando se lo digo,
ella dice:
—Es verdad, de sexo… Y ha sido realmente bonito.
De modo que me encaramo y cuelgo la pulsera en un clavo, en alto, en una de las
casetas. Es difícil verla escondida entre esas vigas. Se quedará allí mirando quién
sabe cuántos otros momentos de pasión, si los hay, y recordará para siempre el
que hoy y para siempre nosotros hemos vivido.

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